Publicamos la carta enviada por Francisco Aliaga, quién está actualmente de intercambio en Colombia a través de AIESEC.
Un lugar llamado Cielo
Comencé a subir por un sendero y me dijeron que no podría llegar arriba caminando, tal vez con el propósito de que utilizara el escaso dinero que tenia en mis bolsillos en arrendar su mototaxi o sólo por amabilidad y quitarme un sufrimiento que nunca existió, pero su persuasión caribeña no conocía mi terquedad austral y emprendí la subida dejando atrás lentamente su cara de asombro. Solo, escuchaba mis pasos y las aves que iban rompiendo mi soledad, recordé entonces aquellos momentos en que mi decisión de viajar había sido difícil ante el sufrimiento de una tierra que continua moviéndose, me detuve un instante para tomar agua sin imaginar que la vegetación me invitaría a salir del camino buscando los músicos de la orquesta de aves que me acompañaba.
Caminé entre los árboles y al llegar al borde una llovizna tenue caía sin dejar de sentir el calor que no duerme por estos lados, me sonreí al recordar que todas las mañanas despierto soñando que estoy en Osorno o Valdivia y que el sonido del ventilador (abanico) es la lluvia que cae con fuerza sobre el techo de mi cabaña o de mi pieza.
Me senté con la convicción de que no podria escapar de la lluvia y tampoco queria hacerlo, súbitamente imágenes comenzaron a presentarse, recordando, jugado fubal con niños a los cuales la pobreza no borra su sonrisa, como si el sudor y el polvo en sus rostros fueran sus escudos, desplazados por la guerrilla que me han ofrecido un simple y valioso trago agua fría al invitarme a su casa, vi por primera vez el Mar Caribe sentado almorzando sancocho en una mediagua construida por Un Techo para mi País en medio de una invasión, he visto como lagrimas de una mujer indigente buscan la tierra al recordar su hijo muerto, he escuchado a niños decirme “amigo”, ancianas que me sonríen y aun despierto pensando que estoy en Chile.
Retomé mi camino sin saber a que distancia estaba de mi destino, el “Cielo”, poco a poco comence a ver personas que me saludaban amablemente, letreros me advertian que estaba cerca de un santuario, que estaba en territorio indigena.
Arriba, arriba al fin llegué a Juaruco donde viven los descendientes de los Mokaná, Los sin plumas, unas 30 casitas algunas de barro y techo de hojas de palma, un pueblito macondiano de las alturas, donde el mundo es tan reciente que muchas cosas carecen de nombre y para mencionarlas hay que señalarlas con el dedo. Presentan rasgos de indígenas de gentil sonrisa y un sentido de cuidado a la comunidad, no dejando que lleguen extraños, a ellos pertenece la Piedra Pintada, un lugar ceremonial de reunión en Tubará o Tuparac, Mirando hacia el mar.
Al final de día en una camioneta Ford del 50´ llegue a “Cielo”, un lugar entre las nubes donde nos esperaba una familia, desde donde se podia ver el mar azul.
Un abrazo
Francisco Aliaga